2025-07-21 21:25:00
El sábado, frente a millones de espectadores y bajo los reflectores de una arena vibrante, Manny Pacquiao volvió al cuadrilátero. El legendario pugilista, símbolo de entrega, disciplina y gloria en el boxeo mundial, empató en su combate de exhibición. No perdió, pero tampoco ganó. Y aunque el resultado oficial fue un empate, lo que muchos vimos fue algo mucho más profundo: el desgaste de un cuerpo que ya no responde como antes, la lucha interna de un guerrero que se niega a aceptar que el tiempo avanza, implacable.
Ver a Pacquiao en el ring, con esa misma mirada decidida, pero con menos velocidad, con el corazón encendido pero los reflejos desgastados, me removió muchas emociones. Porque más allá del resultado técnico, lo que se vivió fue una batalla contra el reloj biológico. Porque en el fondo, no peleaba contra su oponente, peleaba contra la memoria de lo que alguna vez fue. Y en esa pelea, todos los atletas que hemos sentido el paso del tiempo, nos vimos reflejados.
Yo también he sentido lo que se siente querer competir como antes. La mente te dice que aún puedes, que la técnica está intacta, que la experiencia es un arma poderosa. Pero el cuerpo empieza a hablar en otro idioma. Uno que habla de fatiga más rápida, de recuperación más lenta, de dolores que antes no estaban. Y entonces, la batalla se vuelve doble: contra el rival y contra uno mismo.
Durante años, el entrenamiento fue parte de mi vida con naturalidad. Los músculos respondían, el corazón latía al ritmo del esfuerzo y el sudor era parte de un lenguaje cotidiano. Pero un día te das cuenta de que el calentamiento ya no es solo un protocolo, sino una necesidad. Que el dolor tarda más en irse. Que ese último esfuerzo que antes cerrabas con energía, ahora cuesta. Y en ese momento, uno empieza a entender que ya no es el mismo.
Recuerdo con especial claridad una escena de la película Rocky Balboa, cuando el viejo campeón le explica a su cuñado Paulie que, a pesar de su edad, aún siente algo dentro:
Rocky: “Hay una bestia dentro de mí… siento que tengo algo que necesito sacar. Algo que quiero hacer. Y siento que si no lo hago… voy a estar arrepintiéndome por el resto de mi vida.”
Paulie: “¿Qué es eso que tienes que hacer?”
Rocky: “Tengo un toro en el sótano.”
Paulie: “¿Un qué?”
Rocky: “Un toro en el sótano. Está ahí, desde hace tiempo. Lo siento, y no sé cómo quitarlo. Sólo sé que tengo que sacarlo.”
Esa escena es profunda, y con los años cobra un nuevo significado. Ese “toro en el sótano” no es solo un símbolo de energía contenida o de motivación reprimida. Es esa parte de nosotros que se resiste a envejecer, que quiere seguir peleando como antes, que no acepta que los años han pasado. Y lo verdaderamente desafiante no es dejarlo salir para intentar otra batalla, sino aprender a domarlo. El esfuerzo más grande no es volver al ring, sino contener ese ímpetu con sabiduría. Entender que se puede seguir peleando, sí, pero desde otro lugar. Con otro ritmo. Con otro propósito.
El empate de Pacquiao no es una derrota. Pero tampoco es una victoria en el sentido clásico. Es un mensaje. Es la constatación de que la leyenda sigue viva, pero que el cuerpo ya no acompaña como antes. Que el ídolo puede seguir lanzando golpes, pero ya no con la misma potencia ni precisión. Y eso, para quien ha sido el mejor, es más duro que cualquier conteo de diez.
Envejecer no es rendirse. Es asumir con valentía que estamos en otra etapa. Que podemos seguir siendo parte del juego, pero con otras reglas. El deporte, muchas veces cruel, no perdona el paso del tiempo. Mientras la mente se afina, el cuerpo se desgasta. Y entonces toca decidir: ¿seguimos luchando por lo que fuimos, o aceptamos con dignidad lo que ahora somos?
Lo más difícil no es dejar de ganar, sino aceptar que ya no competimos por lo mismo. Que ahora lo hacemos por salud, por pasión, por esa llama que aún arde, aunque no incendie. Porque el ego, tan mimado durante años, se resiste. Quiere más. Quiere volver a ser. Y nos impulsa a intentar una vez más. Pero no siempre se puede.
El empate del sábado fue una victoria simbólica. Porque Pacquiao demostró que el corazón de un guerrero nunca envejece. Pero también fue una advertencia: incluso los más grandes deben saber cuándo detenerse. Cuando cambiar de batalla. Cuando usar su legado no para seguir peleando, sino para inspirar a los demás.
A todos los que seguimos entrenando, aunque ya no corramos como antes, aunque el espejo nos recuerde los años, les digo: no dejemos de hacerlo. Pero hagámoslo por nosotros, por lo que sentimos, no por lo que fuimos. Que, si sacamos ese toro del sótano, sea para sentirnos vivos… pero que con madurez y humildad sepamos también cuándo debemos dejarlo descansar. Porque al final, el tiempo nos alcanza. Y cuando lo hace, más que vencerlo, debemos aprender a honrarlo.
El juego que no cansa
Alfonso Geoffrey Recoder Renteral
Especialista en gestión, dirección y administración en el deporte, doctor Honoris Causa, posdoctorando en Derecho, doctor en Ciencias de la Educación, doctorante en Administración y Política Pública, maestro en Gestión de Entidades Deportivas, maestro en Administración, maestro en Ciencias de la Educación con especialización en Gestión de Estudios Superiores, maestrante en Ciencias del Deporte, maestrante en Metodología del Entrenamiento Deportivo, maestrante en Periodismo y Comunicación Deportiva, licenciado en Educación Física, licenciado en Derecho.