2025-07-14 19:55:00
No hay mejor forma de enfrentar los fantasmas que volver al campo de batalla. Ayer, mis pies volvieron a recorrer los 21 kilómetros del Medio Maratón de la Ciudad de México, una ruta que va más allá del asfalto, más allá del esfuerzo físico; es una lucha interna, una afirmación viva de que aún hay fuerza, que aún hay causa, que aún hay fuego.
Desde muy temprano, el cielo de la capital parecía contener la respiración junto con nosotros. La cita era en la Torre del Caballito, sobre Paseo de la Reforma. Mientras nos formábamos, cada corredor traía una historia consigo: unos corrían por una meta personal, otros por salud, otros por alguien que ya no está. Yo corría por algo más profundo, por una necesidad de reconciliarme con mi cuerpo, con mi voluntad, con esa parte de mí que se niega a rendirse.
El disparo de salida no fue sólo el inicio de una carrera. Fue el estallido de una emoción contenida. Las piernas empezaron a moverse, pero el alma ya iba adelante. Tomamos Reforma hacia el poniente. Pasamos frente al Museo de Antropología, y me sentí observado por los dioses antiguos que resguardan la memoria de nuestros pueblos. El Castillo de Chapultepec nos vigilaba desde su altura solemne, como recordándonos que el valor también se escribe con sudor.
Uno de los tramos más difíciles para mí fue la subida desde la Avenida Gandhi. Sentí cómo el aire comenzaba a costar más, cómo los músculos pedían tregua. Pero el corazón se mantuvo firme, recordándome que no estaba ahí por casualidad. A cada paso, venían flashes de recuerdos: entrenamientos al amanecer, dolores superados, semanas en que parecía imposible volver a sentirme listo. Pero ahí estaba. De vuelta a la batalla.
La entrada al Bosque de Chapultepec fue un desafio espiritual. Los árboles nos cobijaban como si supieran lo que estábamos haciendo. Ese tramo me regaló una conexión especial, un silencio interior dentro del bullicio, una certeza: estoy vivo, y cada paso es una forma de agradecerlo. Corrí con la emoción atorada en la garganta. Vi corredores ayudando a corredores, otros con lágrimas al cruzar ciertos puntos, y nuevamente entendí que correr no es sólo avanzar, es sanar.
Al entrar a la zona del Circuito Interior, sentí una punzada en el muslo derecho. Por un momento, la duda apareció: ¿será que debo detenerme? Pero en ese instante, escuché una voz entre el público que gritó: “¡Vamos, campeón, tú puedes!”. No sé quién fue, pero esa voz me sostuvo. A veces no necesitas conocer a quien te anima; basta con que sus palabras lleguen en el momento justo.
Los kilómetro 18 al 21 fueron los más largos. Mis piernas estaban duras, mi espalda baja comenzaba a resentir la carga. Pero algo se encendió en mi pecho cuando vi de nuevo la glorieta de La Diana. El Ángel de la Independencia se alzaba adelante, y con él, mis ganas de no rendirme. Me repetí una y otra vez: “Sólo un poco más, esto no termina aquí”. Y no lo hizo.
La recta final sobre Reforma, ya con el temblor en las piernas, fue también la más emocionante. La gente aplaudiendo, los tambores retumbando, y la meta allá al fondo como una promesa cumplida. Crucé con los brazos en alto, no como gesto de victoria deportiva, sino como símbolo de que aún tengo motivos para seguir, para pelear, para correr.
Ayer no sólo terminé una carrera. Ayer me reencontré conmigo mismo. Me probé que la voluntad es más fuerte que el cansancio, que la mente puede llevar al cuerpo a donde el corazón ordene. Terminé el Medio Maratón de la Ciudad de México con el alma abierta y el cuerpo exhausto, pero con la convicción de que cada paso me recordó quién soy: alguien que no se rinde.
El sudor en mi rostro no era sólo por el esfuerzo; eran también lágrimas disimuladas por la emoción de volver. Porque estar ahí, en medio de miles de corredores, sintiendo el corazón galopar al ritmo de una ciudad viva, fue un privilegio, una bendición.
Hoy, mientras escribo estas líneas con las piernas adoloridas pero el alma ligera, sólo puedo decir: he vuelto a la batalla. Y mientras el cuerpo me lo permita, seguiré corriendo. Porque en cada zancada está mi historia, mi lucha, y mi sueño de seguir construyendo, desde el deporte, una vida más digna, más libre, más humana.
El juego que no cansa
Alfonso Geoffrey Recoder Renteral
Especialista en gestión, dirección y administración en el deporte, doctor Honoris Causa, posdoctorando en Derecho, doctor en Ciencias de la Educación, doctorante en Administración y Política Pública, maestro en Gestión de Entidades Deportivas, maestro en Administración, maestro en Ciencias de la Educación con especialización en Gestión de Estudios Superiores, maestrante en Ciencias del Deporte, maestrante en Metodología del Entrenamiento Deportivo, maestrante en Periodismo y Comunicación Deportiva, licenciado en Educación Física, licenciado en Derecho.